Creía que la soledad me gustaba. Y más cuando la asumí hace tiempo. Me encuentro bien. Decido lo que quiero. Y estoy a gusto así.
Pero un día me miré al espejo pensando que me
gustaría de nuevo dejarme algo de barba. Y vi en mis ojos la falta de alegría que
antes tenía. Casi me asustó. Nunca había visto esa mirada mis ojos. No había
nada dentro. Recapacité y antes de seguir afeitándome, tomé mi tiempo en
calcular si eso era de ese día o era de más tiempo.
Los pasos fueron sencillos, dos días antes estuve
ayudando a una chica que me preguntó cómo llegar a la catedral. Yo tenía que ir
hacia allí y le pedí acompañarla sino le molestaba, al contrario, me dijo. Nos
dirigimos y mientras andábamos, tuvimos una conversación sencilla pero
contándonos cosas sin conocernos de nada, hablábamos de nuestras vidas. Bueno
más yo que ella, que sí escuchaba con atención. Y con interés. Que yo le
contara cosas íntimas de mu vida, de mis hijos, de cuanto tiempo llevaba sin
verlos, cuanto hacia que no tenía una conversación con una mujer.
Llegamos a la catedral. Ella quería verla. Y a mí
me encanta, como edificio y con iglesia. Siempre tuvo un encanto muy especial.
De pequeño era por lo único que iba a misa. Por ver todo por dentro. Y casi
adivinar cómo y quiénes había hecho esas columnas tan grandes y esa pinturas
tan fuertes del juicio final. Hice un poco de anfitrión y cicerone. Ella, muy
atenta a todas mis explicaciones, no dudaba en preguntar cosas y que si yo las sabia,
disfrutábamos escuchándolas.
Llegó su tiempo. Tenía que irse. Le pedí tomar un
café rápido para darle las gracias por escuchar a un viejo contar sus
historias. Creo que ella estaba encantada por oírlas. Pago los cafés. Y se
despidió.
Ahora es cuando me di cuenta de mi soledad. Al
recordar todo lo acontecido, vi la tristeza de mi cara. Que mi soledad no era
asumida y libre. Era impuesta por los silencios de mi vida. Por el alejamiento
paulatino del mundo que me rodeaba. Dejar de estar con los demás.
Dos lágrimas salieron de aquellos ojos sin vida. Y
en el espejo miré para que no sólo fueran dos, tenían que ser todas las lágrimas
que hubieran dentro. Que salieran todas para llevarse la tristeza y la pegaran
en el lavabo. Quería que el sitio que ocupaban se llenará de conversaciones. De
chistes. De besos y abrazos. De tertulias. De café frente de la catedral. De
llamadas de teléfono a mis seres queridos. Que la soledad se llenará de
compañía y alegría..
Ya no me gustaba la soledad. No es buena la
soledad, creo que es la mentira del poco valiente.
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