Un día apareció. Así, sin más. Ni siquiera era su sitio. No era de ese lugar. Distorsionaba el momento y el lugar. Pero no le hice más caso. Como todo en la vida siempre hay algo que no cuadra pero da igual. Es y está. Sin más.
Cada día que volvía aquel lugar, la veía. Ahí, en
su sitio, inmóvil. Solitaria. Sin nada ni nadie que la acompañará. Algunas
veces no estaba donde el día anterior. Se cambiaba de sitio como buscando
nuevos emplazamientos donde disfrutar de lo que ella tenía en todo momento. La
visión más bonita, cambiante y siempre distinta de las olas del mar. Los colores
de un día lleno de riquezas de sensaciones. Todo podía ocurrir en cada día. Sol
abrasador que curtía su madera. Tormenta furiosa que rebajaba cada capa de su
barniz. Mar de aceite que acaricia su cuerpo. O las olas endurecidas que la
despiertan de su letargo. Pasaba de la noche al día esperando mi visita cotidiana.
Con mi ansia diaria de ver como estaría, las
sorpresas de sus cambios siempre me provocaban la necesidad de saber más de
ella. Qué, cómo, porqué. Nunca tuve la respuesta.
Un día desapareció. Sin despedirse. Sin darme una
explicación a todas mis preguntas. Yo la tenía por un ser vivo que me transmitía
todo. Pero dejó de estar. Sin más.
Pasaron meses. Casi dos estaciones completas de frío
y templanza. Y un día, sin esperarlo, apareció su familia. El sofá de tres
plazas. Los dos grandes butacas. Pero ella no estaba. Quizá la silla se
transformó en esa butaca grande y hermosa como oruga en mariposa.
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