Tumbado en la camilla de un
hospital, en la sección de boxes, vaya nombre para designar a un espacio lleno
de camillas y sillones llenos de enfermos doloridos en espera de un resultado,
de cariño y afecto, de atención y de intimidad, descubrí la cara de sufrimiento
real en una criatura de menos de la veintena. Más de veinte personas estábamos
allí. Desde un simple dolor de lumbago, hasta la extinción de la vida de una
anciana casi centenaria, de un brazo roto a una posible apendicitis, de un
ataque de alergia agudo a una borrachera del 15. Todas eran unas caras claras
de su estado. Allí no es fácil estar sin estar realmente donde se debe estar.
Los que se hacen y no son, no están.
Esa cara no era la normal del
resto. Esa cara no era a de una enfermedad de boxes. Esa cría ni se quejaba, su
expresión corporal no era la normal y lógica de ese sitio.
Mira que la fauna era atípica. Pero
no era una la habitual. No era pareja dentro de ese sitio. Desentonaba. Destacaba
para un observador cómo yo. Del borracho con media camisa y pantalones por debajo
del culo, más sucios que si los hubiera sacado del basurero, ya chistoso sin
gracia. A la chica de pantalón short con una apendicitis agarrándose la tripa y
mueca de ningún amigo. Al señor agarrado a los brazos del sillón cómo si fueran
sus bastones de vida intentando que el oxígeno entrará más rápido que el
huracán más fuerte. A esa cara de tez amarillenta que la sábana le cubría hasta
la barbilla, boca abierta esperando el último soplo de su existencia. Con la
caricia de su hija viendo en sus ojos como se escapaba lo más querido sin poder
hacer nada. Toda una fauna de enfermedades, unas comunes otras de muerte y
donde todos más o menos sabíamos de los otros.
A voces gritaban tu nombre para
saber donde estaba tu sitio y llevarte a un quirófano, a una radiografía. A un box
donde el médico te diría que el alta te la daba ya o que tu familiar venía a
traerte una botella de agua para un análisis de orina.
En 3 horas da para mucho. De
estar casi solo a no poder meter una camilla más. Hay fotos fijas que pueden
ser equivocas en cualquier situación.
Pero aquella chica de veinte años
seguía y seguía allí. Sentada en un sillón. Gotero en su vía y vida que se iba.
La única que no pronunció palabra, ni queja, ni quejío. La única que se mantuvo
sin mirada, sin ver. Sin estar. La única que nunca salió del hospital con vida.
Solo tenía veinte años.
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