Te paran por la calle, casi avasallándote,
y te espetan: usted se llama fulano de tal. Y vive en esta calle con dos niños
una hipoteca a nombre de su ex mujer y su trabajo es precario.
Te quedas sorprendido primero, asustado
después. Intentas pedir explicaciones al sabio de turno y aun te da miedo que siga exponiéndote más
claramente tu vida.
Se acabó la intimidad. Se terminó
el anonimato. Y eso que eres de lo más privado del mundo. Ni público, ni
interesante, salvo para tus hijos o el director de tu banco.
En algo se tienen que entretener
algunos, en husmear en la vida de los demás. Y a lo grande. Antes valía el
cotilleo del visillo, de la puerta entreabierta, del comentario hurtado en la
tienda. Ahora desembarazan tus miserias y las vapulean en el mercado, en la
calle, en la espera de la consulta del médico, en los periódicos y hasta en el
Google.
Se finiquitó la intimidad
No tenemos derecho a no ser nada
ni nadie, para el mundo. Dejamos de ser grises para ser blanco de todos los
ojos y oídos del mundo. La curiosidad siempre está despierta. Es el ogro que
todo lo fagocita, que impone su voluntad ante la nuestra. Y además damos paso
nosotros mismos a que irrumpa en nuestras vidas. Por desconocimiento, por
ignorancia, por candidez o por osadía.
Todo el mundo puede saber todo de
todos y ahora es casi imposible borrar el rastro público o privado de tu vida.
¿Dónde nos hemos metido?
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