Frío. Aquella mañana de viernes
hacía frío. Mucho frío y aun así con sólo una cazadora de pana y el vaquero,
andaba con los seis libros y dos libretas bajo el brazo izquierdo en busca del
instituto. Un cigarrillo de ducados en la mano derecha, el moquillo que
escurría por la nariz, y los ojos con lágrimas del intenso frío de aquella
mañana.
Eso solo era lo de fuera. Por
dentro todo era inquietud, la noche y la tarde anterior estaban repletas de
letras y hojas. De apuntes y subrayados. De notas y café. El esfuerzo había
sido grande durante los dos últimos meses. No podía fallar ahora, tenía mucho
lastre que sacar de tantas horas de ganduleo.
Pasos decididos, largos y
seguros. Pocas miradas a su entorno, ese camino estaba ya gravado en su cabeza
de tantas mañanas andadas. Ni los cruces, ni los semáforos disputaban su
concentración en la revisión de cada una de las páginas leídas y estudiadas.
Nervios cada vez más hondos perturbaban su mente. Las palabras acudían a su
memoria como queriendo escribirse ya en el folio en blanco. Esa angustia a
tenerlo vacío y ni saber que poner.
Estaba subiendo las escaleras,
peldaño a peldaño notaba ese sabor a tabaco, la garganta seca, la respiración
entre cortada y jadeante. El cambio tan brusco de temperatura le hacía daño en
los dedos. Su nariz hervía, y las orejas ardían. Abrió la puerta, miró su
sitio, vacío, nadie más estaba dentro. Busco el reloj de la pared. Ahora lo
entendió. Llego muy pronto. Demasiado. Nunca había sido el primero en nada y
hoy era el primero en llegar. Sería el mejor presagio. Se sentó y dejo volar su
imaginación retomando lo acontecido en las últimas doce horas. Nunca en su
corta vida hubiera sentido tantas emociones nuevas. La responsabilidad llegaba
a pasos agigantados dejando clavados los posos de madurez incipientes. Y eso le
gustaba. Se hacía mujer sin saberlo.
El examen fué la mejor prueba. No
tendría que repetirlo nunca más. Prueba superada y con nota.
Dos cosas más en su vida.
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