Hace mucho tiempo que ya dejé de ser yo. Aunque
creo que muy pocas veces lo fui. Por mi niñez yo era el hijo de, o el nieto de.
Unos
años y no demasiados, tuve consciencia de qué es lo que me estaba pasando.
Buscaba mi singularidad, necesitaba encontrarme a mí mismo y demostrarlo. Quizá
por ese espíritu de rebeldía de la juventud y de inconformismo que conlleva el
cumplir años y entrar en esa dinámica de los recuerdos. Antes ni eres mayor,
solo cumples años y te vuelves esponja de vivencias. Y ese día tomas conciencia
que vuelves la vista atrás y revives lo ya vivido. Ese día si buscas tu
independencia de los ancestros. Busca que te digan que tú eres tú. Y ni el hijo
de. O el amigo de, o el primo de.
Pero
casi sin darte cuenta, la vida te coloca demasiado rápido en su justo punto.
Has tenido una década de ese yo soy yo. Y ahora empiezas a escuchar y de tus
propios colegas de vida, los de tu quinta, los de tus propios años que te dicen
tu eres el padre de, o tu eres el hermano de.
Vuelves
al principio de la vida. Vuelves a querer buscar de nuevo tu unipersonalidad.
Quieres ser de nuevo tú. Sientes que tu madurez ya está encima y que tu
experiencia da una visión distinta a tu vida. En esos años de rápida veteranía
y de crear algo por ti mismo, dejaste el ya reconocido yo también soy yo. Da una
nueva visión a tu forma de ser tú. Miras en lo que has hecho. Y disfrutas de tu
obra. Disfrutas que ahora te digan tu eres el padre de. O la madre de. Qué más
da.
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