- Antonia, agarra a tu hermana y vete a la plaza con el
cántaro.
- No se preocupe madre, ya me la llevo y la distraigo un
rato. Luego me lo traigo lleno.
Los días del estío son insoportables, el olor a la
sequedad del campo agobia el aire, rezuma el polvo en cuanto algo de brisa se
levantaba. Si sopla solano el día es de fuego, y por aquí los meses de verano
son todos lo mismo.
Pasos lentos, no hay prisa para nada en mi pueblo, nos
llevan a Maria y a mi a la plaza. La vigilo con un ojo mientras corre con sus
amigas a jugar al casco. El sol ya tiene la mañana hecha, mi sombra me la piso
y el pañuelo es la única solución al agua que me resbala por la frente. La
torre de la iglesia solo está en el cielo, no la veo en el suelo cuando al
atardecer salgo al encuentro del padre que viene de la era de trillar la mies.
Entonces es cuando el día se deja ver en los ocres y dorados de su puesta. Baja
la temperatura lo justo para respirar hondo y que no queme los pulmones.
Este pueblo vive del cielo exclusivamente, no hay nada
más. Animales que sólo sirven para la susistencia del campo y de la nuestra. El
cielo es lo único que nos da vida, siempre a su aire, siempre a su albedrío. El
cura hace lo que puede pero el sol es plomo durante meses.
El hilo de vida en la fuente de la plaza es lo singular
de nuestro pueblo, colas de mandiles por las mañanas al despuntar el día,
llenan cántaros y búcaros del líquido vital.
Solo los cuentos de los ancianos dicen que en La Morra
hay agua, es la cantinela con la que te duermes día a día.
"Pasan los años y en La Morra hay agua. Los ancianos
llevan razón, como casi siempre. Vinieron técnicos muy listos a descubrir lo
que ya sé sabía."
Se acaba el paseo a la plaza, los cántaros y búcaros se
dejan en los anaqueles de la alacena como restos de antiguos utensilios, los
grifos aparecen y mi padre tiene una bañera donde quitarse el polvo de la era y
refrescar el cuerpo curtido por el solano.
En mi pueblo, Barrax, La Morra trajo la vida.